Llegó hasta la canchita donde los niños del barrio La Misericordia jugaban pelota cada tarde. No obstante, por las noches, era una oscura explanada donde se podía comprar toda clase de drogas. Sin encontrar a quien buscaba no le quedó otra que acercarse a un grupo de individuos sospechosos que se encontraban a un costado de la cancha.
—Panita ¿no tiene algo de material de venta?
—Qué me estás encamando. tsácatela de aquí antes de que te entre a puñete...
—Tranquilo socio que yo siempre le compro al Negro Charles
—Al negro no lo vas a ver más por acá. Esta es mi zona de hoy en adelante.
—Entonces pórtese serio barón. Mire que tengo quina.
—Te alcanza para cuatro.
—noo`p ponga los cinco, si son a un yanqui.
—Ya te digo, si no te puedes ir bajando aquí mismo.
No tuvo más remedio que aceptar la oferta del Chino porque la situación se estaba poniendo fea. Y en esos términos se dio la transacción.
Su venganza significó un giro favorable en la parsimoniosa vida que llevaba. El crimen lo convirtió en un hombre temido y a la vez respetado por toda la gente de La Misericordia, lo que hizo que se dedicara más seriamente al honorable oficio de delincuente. Empezó con el negocio de los celulares y los buses con la complicidad del Chino y de sus camaradas. Formaron un equipo que cada vez daba golpes más grandes y exitosos: carros, casas, farmacias, estaciones de servicio. Todo meticulosamente planeado y llevado a cabo con una precisión sorprendente. Para entonces su nombre se había convertido en leyenda pues no solo era él quien planeaba y dirigía todos los atracos sino que además tenía fama de haber escapado cientos de veces de las manos de la Policía. Sin embargo, pese a lo fructífero que resultaba el trabajo, el Chino y el resto de compinches continuaban miserables expendiendo sustancias a los vagabundos de la canchita. En muchas ocaciones se negaron a seguir participando del negocio, pues no recibían a tiempo sus comiciones. Pero él los convencía con embusteros discursos y promesas que jamás se concretaban.
Los equipos del Astillero estaban a punto de jugar el partido más importante del campeonato y a pesar de que era barcelonista el futbol realmente no le importaba. Había planeado robar el día del partido y llevarse el dinero de la venta de las entradas. Consiguió que El Treparreja entrara a trabajar en una empresa de seguridad como chofer de un blindado. Ese domingo, se encontraba, junto al Chino y otros dos compinches, en la general norte de un Estadio Monumental abarrotado. En el minuto 15 del segundo tiempo bajaron hasta la boletería principal donde ya se había contabilizado el gran total de la taquilla. Los billetes, exhaustos de tanto manoseo, descansaban perfectamente acomodados dentro de una bolsa amarilla. Sus compañeros, al ver que se acercaba el blindado, piloteado por El Treparreja, irrumpieron en la pequeña oficina. El Chino y su gente sometieron a los empleados mientras él tomó la bolsa y salió a toda prisa. En ese momento fueron sorprendidos por la policía que inmediatamente abrió fuego contra ellos. Vio como uno de los gendarmes apuntaba su pistola contra la humanidad del Chino pero no se detuvo para ayudarlo. Parecía que esta vez no había forma de escapar de las balas, sin embargo, él y El Treparreja alcanzaron a subirse en el blindado y huyeron a toda velocidad.
En medio de la conmoción se dio cuenta de que el uniforme de la compañía de seguridad que llevaba puesto su colega estaba manchado de sangre.
—Me abollaron loco, esos desgraciados—repetía el herido mientras trataba de mantener el control del vehículo.
—Tranquilo que cuando haya chance vamos para que te curen— respondió él, tratando de mantener la calma.
—No puedo loco, no puedo más, me voy a morir, me muero…
Pronto pudieron despistar a los patrulleros. Entonces, abandonaron el blindado y continuaron en un auto que violentaron en un estacionamiento. El Treparreja se recostó en el asiento posterior.
—Loco ayúdame que me voy a morir— El chorro de sangre era incontenible.
— Aguanta que ya llegamos.
Sabía que un hospital era demasiado peligroso pues seguramente la Policía estaba tras la pista. Se dirigió fuera del perímetro de la ciudad hasta un lugar desolado y abandonó a su compinche con la falsa promesa de que volvería con ayuda.
Después de cruzar la ciudad, escondido tras las sombras, fue a dar a aquel cuartucho donde vivió durante sus años de infancia. Era un sitio repugnante que, con el tiempo, había sido convertido, por él y sus amigos, en fumadero, matadero y guarida. En poco tiempo empezó a sentirse como en casa, así que sacó un cigarrillo; lo desarmó, lo llenó de base y lo encendió. Mientras fumaba empezó a sentir la habitual inquietud de que alguien, desde alguna parte, lo observaba pero esta vez, su corazón paranóico no se equibocaba.
El Chino se le había adelantado y lo esperaba oculto detrás de las cortinas. Asustado por aquel sentimiento que lo acosaba, trató de consolarse con la idea de que, después de todo, el trabajo salió mejor de lo que se esperaba. Había logrado una vez más salir ileso del asedio de la policía y lo mejor de todo era que el dinero había quedado sólo para él. Exhaló un gemido de alivio. Miró a su alrededor los objetos con el alma sacudida por la nostalgia. Fue en aquella misma habitacion cuando, siendo niño, tomó conciencia de que estaba vivo.