lunes, 15 de junio de 2009

Loco Billy baleado por mal reparto

10 comentarios
En aquél momento, con la bolsa del dinero aún entre sus manos y una pistola apuntándole a la cabeza, recordó aquella madrugada en la que vio por primera vez al Chino.
Había prendido el último de los tantos cigarrillos previamente desarmados y cargados con el polvo canallesco que le dio el Negro Charles. Los había consumido de prisa, con el corazón trepidante como lo hacía siempre pues, inexplicablemente, sentía que alguien lo miraba desde alguna parte. Asustado, paneaba la calle por si venía algún sapo, un patrullero o, quien sabe, la mismísima muerte.
Observaba de un lado a otro cuando le dio la última pitada. Entonces, fue presa de un escalofrío, una ansiedad que le machacaba las entrañas que le empezaron a pedir más. Se saboreó los labios como buscando dentro de su boca algún vestigio de humedad. Sus manos temblaban, los dedos parecían resistirse a coordinar los movimientos. Finalmente, se hurgó todos los bolsillos con la misma actitud de un mendigo abrazándose a la esperanza de una moneda y se echó a andar por aquellas soledades.

Llegó hasta la canchita donde los niños del barrio La Misericordia jugaban pelota cada tarde. No obstante, por las noches, era una oscura explanada donde se podía comprar toda clase de drogas. Sin encontrar a quien buscaba no le quedó otra que acercarse a un grupo de individuos sospechosos que se encontraban a un costado de la cancha.

—Panita ¿no tiene algo de material de venta?

—Qué me estás encamando. tsácatela de aquí antes de que te entre a puñete...

­—Tranquilo socio que yo siempre le compro al Negro Charles

—Al negro no lo vas a ver más por acá. Esta es mi zona de hoy en adelante.

—Entonces pórtese serio barón. Mire que tengo quina.

—Te alcanza para cuatro.

—noo`p ponga los cinco, si son a un yanqui.

—Ya te digo, si no te puedes ir bajando aquí mismo.

No tuvo más remedio que aceptar la oferta del Chino porque la situación se estaba poniendo fea. Y en esos términos se dio la transacción.

Volvió día tras día hasta que se hizo de la confianza de su proveedor. Comenzó a hacerle pequeños favores que consistían en entregar mercancía a uno que otro cliente obteniendo como paga unas cuantas dosis. Con el tiempo, terminó por solventar su vicio sin gastar un sólo centavo y lo que es peor, adulteraba el producto para obtener mayor provecho. Esto provocó la disminución de la clientela ya que muchos aseguraban que lo que recibían era raspado de pared. Pese a esta situación, su lealtad jamás fue cuestionada, pues, tenía a su favor un rostro que le hacía verse incapás de cometer semejante arbitrariedad.

Fue así como empezó aquella amistad de la que se arrepentiría más tarde: en el instante en que vio el arma que estaba a punto de ajusticiarlo. El Chino lo miraba fijamente, sacudiendo el polvo de viejos rencores, con sus ojos diminutos, la boca constreñida y el dedo índice acariciando el gatillo.

—Hasta aquí llegaste hujueputash, ya se lo que hiciste con El Treparreja. Lo mismito hubieras hecho conmigo desgraciao pero ahora te tocó pagármelas todititas...

Escuchaba su sentencia con soberbia pero sin decir nada en su defensa. Con manos aprisionaba la bolsa llena de billetes, con la misma vehemencia que se aferraba a la vida con la mente repleta de recuerdos. Al verse traicionado le vino a la memoria la imágen de su primer amor.

Carla Montaño tenía el cuerpo más apetitoso del barrio. Quienes la veían pasar por la calle quedaban embelesados ante esas caderas ardorosas. Su piel negruzca refulgía con la luz de los astros. Para él era la mujer perfecta y no precisamente por su belleza. Era, más bien, porque La Negra se dejaba hacer de todo. No sólo cuando él quería satisfacer sus deseos sino también cuando le traía clientes. Llegaban todas las tardes hasta su casa ocho o diez individuos anciosos por gozar de los placeres de aquella Venus piel de penumbra. Él, se encargaba de decidir quien entraba y de golpear la puerta, arrebatado, cuando alguien prolongaba la labor. Luego volvía a su vieja hamaca a encender uno tras otro los supuestos cigarrillos que se consumían velozmente, desprendiendo un olor azucarado como el perfume de las rosas.

Un día se dió cuenta de que entre ella y Don Tibu, uno de los clientes más frecuentes, había algo más que un intercambio. Se sintió sacudido por la ira. Su mente se roía con la idea de que ella se deleitara con el trabajo, por lo que no fue capaz de perdonar tal ingratitud. Esperó hasta la siguiente visita del infeliz y lo hizo esperar un largo tiempo mientras La Negra se despachaba; uno a uno, sobre las sábanas empapadas, a doce afortunados. Le cobró por adelantado, como de costumbre, y con toda naturalidad lo dejó entrar al cuarto. Les dio el tiempo suficiente para que se desvistan, se provoquen y empiecen a saborearse. Entonces, entró en la habitación y con absoluta frialdad les disparó a los dos dejando en el estrecho ambiente de la habitación un olor amasado de pólvora, sudores y suspiros.

Su venganza significó un giro favorable en la parsimoniosa vida que llevaba. El crimen lo convirtió en un hombre temido y a la vez respetado por toda la gente de La Misericordia, lo que hizo que se dedicara más seriamente al honorable oficio de delincuente. Empezó con el negocio de los celulares y los buses con la complicidad del Chino y de sus camaradas. Formaron un equipo que cada vez daba golpes más grandes y exitosos: carros, casas, farmacias, estaciones de servicio. Todo meticulosamente planeado y llevado a cabo con una precisión sorprendente. Para entonces su nombre se había convertido en leyenda pues no solo era él quien planeaba y dirigía todos los atracos sino que además tenía fama de haber escapado cientos de veces de las manos de la Policía. Sin embargo, pese a lo fructífero que resultaba el trabajo, el Chino y el resto de compinches continuaban miserables expendiendo sustancias a los vagabundos de la canchita. En muchas ocaciones se negaron a seguir participando del negocio, pues no recibían a tiempo sus comiciones. Pero él los convencía con embusteros discursos y promesas que jamás se concretaban.

Era común que desapareciera por unas cuantas semanas y de pronto volvía con un aspecto diferente. Se cambiaba el color del cabello, la manera de vestir, usaba gafas o gorras. En una ocasión apareció con el cabello tan largo y la barba tan boscosa que nadie pudo reconocerlo. Solía entrar de repente a la cantina, pedir la botella más cara y rodearse de fulanas y amigos a quienes complacía con impresionantes historias de cómo mató al taxista, a la cajera o al guardia de una ciudadela privada. Siempre terminaba su relato con una carcajada impregnada de satisfacción y recibía los aplausos de su audiencia. Su palabra tenía el poder de persuadir, la convicción de su voz dejaba en claro que todo cuanto decía era verdad. Por eso, cuando dijo que el más grande atraco estaba aún por suceder todos lo miraron como si acabara de dar una sentencia.

Los equipos del Astillero estaban a punto de jugar el partido más importante del campeonato y a pesar de que era barcelonista el futbol realmente no le importaba. Había planeado robar el día del partido y llevarse el dinero de la venta de las entradas. Consiguió que El Treparreja entrara a trabajar en una empresa de seguridad como chofer de un blindado. Ese domingo, se encontraba, junto al Chino y otros dos compinches, en la general norte de un Estadio Monumental abarrotado. En el minuto 15 del segundo tiempo bajaron hasta la boletería principal donde ya se había contabilizado el gran total de la taquilla. Los billetes, exhaustos de tanto manoseo, descansaban perfectamente acomodados dentro de una bolsa amarilla. Sus compañeros, al ver que se acercaba el blindado, piloteado por El Treparreja, irrumpieron en la pequeña oficina. El Chino y su gente sometieron a los empleados mientras él tomó la bolsa y salió a toda prisa. En ese momento fueron sorprendidos por la policía que inmediatamente abrió fuego contra ellos. Vio como uno de los gendarmes apuntaba su pistola contra la humanidad del Chino pero no se detuvo para ayudarlo. Parecía que esta vez no había forma de escapar de las balas, sin embargo, él y El Treparreja alcanzaron a subirse en el blindado y huyeron a toda velocidad.

En medio de la conmoción se dio cuenta de que el uniforme de la compañía de seguridad que llevaba puesto su colega estaba manchado de sangre.

—Me abollaron loco, esos desgraciados­—repetía el herido mientras trataba de mantener el control del vehículo.

—Tranquilo que cuando haya chance vamos para que te curen— respondió él, tratando de mantener la calma.

—No puedo loco, no puedo más, me voy a morir, me muero…

Pronto pudieron despistar a los patrulleros. Entonces, abandonaron el blindado y continuaron en un auto que violentaron en un estacionamiento. El Treparreja se recostó en el asiento posterior.

—Loco ayúdame que me voy a morir— El chorro de sangre era incontenible.

— Aguanta que ya llegamos.

Sabía que un hospital era demasiado peligroso pues seguramente la Policía estaba tras la pista. Se dirigió fuera del perímetro de la ciudad hasta un lugar desolado y abandonó a su compinche con la falsa promesa de que volvería con ayuda.

Después de cruzar la ciudad, escondido tras las sombras, fue a dar a aquel cuartucho donde vivió durante sus años de infancia. Era un sitio repugnante que, con el tiempo, había sido convertido, por él y sus amigos, en fumadero, matadero y guarida. En poco tiempo empezó a sentirse como en casa, así que sacó un cigarrillo; lo desarmó, lo llenó de base y lo encendió. Mientras fumaba empezó a sentir la habitual inquietud de que alguien, desde alguna parte, lo observaba pero esta vez, su corazón paranóico no se equibocaba.

El Chino se le había adelantado y lo esperaba oculto detrás de las cortinas. Asustado por aquel sentimiento que lo acosaba, trató de consolarse con la idea de que, después de todo, el trabajo salió mejor de lo que se esperaba. Había logrado una vez más salir ileso del asedio de la policía y lo mejor de todo era que el dinero había quedado sólo para él. Exhaló un gemido de alivio. Miró a su alrededor los objetos con el alma sacudida por la nostalgia. Fue en aquella misma habitacion cuando, siendo niño, tomó conciencia de que estaba vivo.

Entonces, cayó estrepitosamente en la realidad como si despertara de un profundo sueño. Los los recuerdos se disiparon junto al humo que escapaba de su boca. Lo último que pasó por su mente fue la mirada cándida de la Venus sacrificada. Le sobrevino un dolor fulminante, una desolación repentina que se apoderó de su alma. En ese presiso momento, vio al Chino aparecer de la nada empuñando el arma. Entonces, logró darse cuenta de que ya estaba muerto.

lunes, 1 de junio de 2009

Por el amor irracional

7 comentarios

¡Maldición! Otra vez tengo ganas de ir al baño. Tal vez deba parar un poco con la cerveza pero… ¿qué más podría hacer? Llevo casi una hora esperándola y la verdad ya no estoy seguro de que venga. ¡Ah! Lo que me faltaba, la puerta del baño está cerrada. ¿Y si entro al de mujeres? No… no me atrevo, qué tal si alguien entra y me hace un escándalo.

¿Habrá llegado?... Por lo visto no.

–Me trae otra cerveza por favor.

Si no viene en quince minutos me voy. Qué pena, tendrá que presentarme a su novio en otra ocasión. Realmente no entiendo a las mujeres. Con lo mucho que insistió para que viniera. Pensar que hasta hace poco ni siquiera lo mencionaba. Cada vez que le preguntaba sobre él me cambiaba el tema y se hacía la loca, como si ocultara algún misterio. Tal vez no quería herir mis sentimientos pero eso no tiene sentido, ella sabía claramente que lo de nuestra separación era un tema superado. Quizás piense que él es mejor hombre que yo, eso si me dolería. ¿Será más guapo? ¿Tendrá más plata? Seguramente viste de traje y habla por celular sobre negocios y cosas así. ¡Oh Dios mío! Debe ser mejor que yo en la cama.

-Menos mal que llegaste porque estaba a punto de irme

-Hola, disculpa el retraso, es que surgió algo y…

-No importa… ¿Viniste sola? Pensé que traías a tu novio.

-Vine con él, solo que se encontró un amigo allá afuera, ya mismo viene.

-Ah…

… Que silencio tan incómodo. Tal vez debería pedir otra cerveza.

Oh no… ya empezó con las lamentaciones. Es increíble que se queje todo el tiempo. No lo entiendo, como si uno pudiera hacer algo respecto al calor, a que se le rompió una uña, al dolor de barriga o a la falta de parqueaderos. Esa mala costumbre que tienen las mujeres las hace ver tan aburridas. Si todas fueran como esa rubia hermosa que acaba de entrar y que capta la atención de todas las miradas. ¡Qué maravilla de cuerpo! No cabe duda que esas falditas diminutas me vuelven loco. Parece que viene para acá. Como me gustaría llevármela a mi casa y…

-Hola, qué tal.

-Mi amor, ¿por qué tardaste tanto?, mira… te presento a Miguel… Miguel, él es Ginger.

-¿Él?... Lo siento, no entiendo nada.

-No te compliques, en realidad Ginger es mi nombre artístico. Si prefieres puedes llamarme Emilio aunque casi nadie me conoce así.

Tonto, tonto. Pero como no me di cuenta. Deben estar pensando que soy un verdadero idiota o un anticuado de mente cuadrada. A quien engaño, seguro que se están riendo de mí. Debo hacer algo al respecto, no puedo quedarme callado.

-Eh… bueno, entonces te llamaré Ginger, como lo hace todo el mundo.

-Qué alivio, solo mi madre me llama Emilio. Te juro que se me hubiera hecho súper raro.

-Bien, ya que superamos el ligero detalle del nombre, qué tal si me cuentan cómo se conocieron.

-Bueno, la verdad es que cuando tú y yo terminamos me sentía como encerrada en un mundo sordo y desenfocado. Supongo que te acuerdas que en esa época casi no salíamos. Las únicas experiencias que tenía eran las de los libros y las películas. Por eso me fui de casa. Decidí escapar, dejar atrás la monotonía. Estaba cansada de esperar por algo que ni siquiera sabía lo que era. Yo sé que no fue culpa tuya. Que no hacías más que trabajar y preocuparte de que no me faltara nada. Lo extraño es que me fui precisamente para buscar aquello que me hacía falta...

-Tranquila, jamás me sentí culpable.

-Lo sé pero igual, a veces pienso que….

-Mejor olvídalo y sigue contando.

-Fue una noche, al salir de la oficina. Recuerdo que llovía como si el cielo se viniera abajo y el viento sacudía las ventanas. Una de mis amigas hizo la propuesta de ir a un club de Drag queens cuando lo más sensato era ir a casa. Por supuesto que todas aceptamos. En menos de una hora estábamos tomando tequilas en el Fantasy Club, remplazando el sonido aterrador de la tormenta por música electrónica. Había mucho humo, luces de colores, murmullos, risas, carcajadas. Era la primera vez que entraba a un lugar como ese. Tal vez por eso todo me parecía tan extraño y a la vez tan encantador.

De pronto empezó el espectáculo y las luces se dirigieron hacia el escenario. Fue en ese momento cuando lo vi por primera vez. Llevaba un traje de plumas y lentejuelas, un sombrero que parecía la corona de una reina y unos zapatos de plataforma que hacían que parezca varios centímetros más alto. Quedé extasiada, con la boca abierta como si tuviera frente a mí a un ídolo profano. Un bello ser mitológico del cual me era difícil apartar la mirada. Bailaba de tal manera que hacía que mis sentidos se descontrolaran. De un momento a otro, con un movimiento inesperado, se arrancó el vestido dejando su cuerpo en evidencia. Estaba tan cerca, a unos escasos metros y yo aún no podía descifrar el verdadero motivo de su encanto. Tal vez era su carisma o esa ambigüedad inusitada que proyectaba su imagen. Lo único que sé es que me dejó fascinada.

Hice lo imposible para conocerlo después del show. Me lo presentó el dueño del establecimiento que era amigo de una de mis compañeras. Conversamos durante horas, bromeamos, bebimos, cantamos. Luego fuimos hasta su casa donde inevitablemente la tempestad se hizo mucho más fuerte...

-Mi amor, tal vez no deberías ser tan explícita.

-Lo siento, es que aún me emociona recordarlo.

-Lo sé cariño, siempre te inspiras cuando lo cuentas.

-A mi me parece una historia un poco inusual, pero si son felices los felicito

-Què tal si brindamos por el amor de una pareja en la que ambos usan brassier.

-¡Eso suena tan poco racional!

-Entonces brindemos por el amor irracional.

-¡Salud! ¡salud!

-Ginger, acompañame al baño que me hago piss.

- Claro ¿Miguel, no te importa que te dejemos solo un instante?

-No hay problema.

Debería pedir otra cerveza. No... mejor no...Vaya, qué extraña es la vida. Un día te enamoras y formas un hogar con una chica y al día siguiente la vez entrar al baño de mujeres con su novio travesti. Aunque pensándolo bien ¿qué tiene de raro? !Ah!, ahora entiendo por qué está con él y no conmigo. Simplemente porque él va con ella a todos lados, incluso donde yo jamás me atreví a entrar.